Todo estaba increíblemente igual
y en el mismo sitio. El mismo muelle de madera aún estaba intacto y a sus
costados permanecían atracadas las mismas embarcaciones.
Los mismos muchachos se lanzaban
desnudos al mismo mar, frente a los mismos crepúsculos.
La misma plaza y la misma estatua
del mismo general y el mismo demente pronunciando los mismos discursos
épicos-filosóficos montando en el mismo banco.
Las mismas angoletas saltando en
las mismas ramas de los mismos robles y de los mismos guayacanes. Los mismos
músicos interpretando las mismas canciones.
El mismo viento afectuoso untado
del mismo océano. Los mismos perros ladrándoles a los mismos duendes y a los
mismos encapotados. Los mismos gallos cantando tediosamente a orillas del mismo
mediodía.
La misma iglesia y el mismo cura.
Las mismas calles taciturnas y casi milagrosamente igual y en el mismo sitio.
La misma mansedumbre. Los mimos
ojos melíficos. La misma palabra sensible y elemental.
Sinceramente: estaba asombrado.
El pueblo era el mismo de siempre. Qué alegría volver después de tantos años y
hallarlo insólitamente igual.
No quería creerlo. Pensé en
pesadillas, en alucinaciones.
Me acerqué a un hombre que
descansaba plácidamente bajo un árbol, y le pregunté:
-¿Esto es Karbhoro, verdad?
-¿A cuál se refiere, al viejo o
al nuevo?
-¿Y a hay dos Karbhoro?
-Sí; dos que son el mismo, pero
el nuevo está más adelante en el tiempo, y el viejo es esta antigua fotografía
en la que estamos usted y yo.
Chevige Guayke (margariteño
ejemplar)
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