15 Ago 2009 - 4:01 am
Por: William Ospina
Ello se advierte fácilmente en la insolidaridad, en la tensión excesiva entre las distintas capas sociales, en la odiosa estratificación que nos caracteriza y en la incapacidad de muchos colombianos de reconocerse en sus compatriotas. Y ello se podría atribuir a muchas causas.
Ya a comienzos del siglo XIX, en su viaje por estas tierras, el barón Alejandro de Humboldt advirtió que la Colonia dejaba a estas naciones tan estratificadas por la raza, la cultura, las costumbres, la propiedad y las diferencias sociales, que sería muy difícil que sus gentes aprendieran a verse como conciudadanos. La Independencia no modificó en lo sustancial esas estratificaciones, y todavía a finales del siglo XIX, por ejemplo, el principal proyecto de los gobiernos era sujetar a las comunidades indígenas al abrazo disolvente de las misiones religiosas.
La liberación de los esclavos, a mediados del siglo XIX, fue un gesto valioso y valeroso de los radicales liberales, pero nunca supuso un esfuerzo por lograr que accedieran a la igualdad efectiva ante la ley, a la igualdad de oportunidades. Como decía Estanislao Zuleta, sin un esfuerzo por ofrecerles un lugar en la sociedad, en la economía y en el orden simbólico, sin un esfuerzo por reconocer y valorar sus aportes culturales, el acto de dejar libres a los esclavos consistía apenas en dejarlos libres de comida y de techo.
Alguien nos explicará alguna vez cómo se fue dando el lento y gradual repliegue de los esclavos liberados hacia los litorales olvidados por el Estado centralista; alguien nos explicará cómo la pérdida de Panamá hizo que Colombia perdiera mucho de su influencia en el Caribe; alguien nos recordará cómo, a pesar de los esfuerzos y las advertencias de Jorge Isaacs, quien estudiaba con pasión las costumbres y las lenguas indígenas del bajo Magdalena, y a pesar de los esfuerzos y las advertencias de José Eustacio Rivera, quien pensaba que el país debía tomar en cuenta a los vastos territorios de la Amazonia y la Orinoquia, el país fue víctima durante un siglo de una persistente ceguera ante su propia complejidad, y de una terca inconsciencia con respecto a su composición y a su lugar en el mapa de Latinoamérica y del mundo.
El encierro en las fronteras, bajo la densa niebla del latifundio y del clericalismo hizo al país negado para los cambios, atrasado e intolerante. Hay que repetir que hasta hace relativamente poco tiempo si alguien quería casarse por lo civil sólo tenía que cruzar la frontera en cualquier dirección, hacia Panamá, Ecuador o Venezuela, para encontrar países con legislaciones más avanzadas.
Pero además aquel clericalismo al que ya denunciaba y combatía Vargas Vila a comienzos de siglo, produjo una curiosa enfermedad: en el país más mezclado, más mestizo del continente, la Iglesia nunca vio con buenos ojos el matrimonio entre razas distintas, y ni siquiera entre clases sociales distintas; obligó a muchas personas a vivir en unión libre y satanizó de tal manera a los hijos de esas uniones, que la condición de hijo natural fue durante muchísimo tiempo uno de los peores estigmas de la sociedad. ¿Cómo puede no volverse violenta una sociedad donde el amor es pecado, donde la unión entre los que se aman es vista como un crimen y donde el ser hijo del amor es considerado un escarnio y un serio obstáculo para la promoción social?
Los males culturales que arrastra nuestra nación son aún más graves y perniciosos que sus males económicos y políticos: agravaron por siglos con resentimiento las desigualdades económicas y las intolerancias políticas. Todos sabemos que en Colombia hay muchos niveles sociales y que una élite orgullosa, insensible y mezquina no sólo miró siempre por encima del hombro al resto de la sociedad, sino que procuró educar a las otras clases sociales en una idéntica discriminación hacia todos los que no consideran sus iguales. Alguien dijo que eso nos ha llevado al extremo demencial de que todo el mundo quiere ser de mejor familia que el papá y la mamá.
También ese poder excesivo de la Iglesia, y su alianza indebida con el poder político, fue responsable de uno de los males más graves en una sociedad supuestamente democrática: la prohibición de la lectura libre que imperó aquí durante muchísimo tiempo. Yo suelo pensar que las nuestras son las primeras generaciones de colombianos que pueden leer libremente: nuestros padres todavía tenían que leer a Vargas Vila escondidos bajo las sábanas; Voltaire, el padre de la prosa moderna, era considerado un masón peligroso por los curas de hace medio siglo, y la costumbre de leer era asociada a la inutilidad cuando no a la locura por una sociedad que prefería mil veces tener tontos a tener quijotes.
Esa misma Iglesia que de tantas maneras entorpeció nuestro ingreso en la modernidad, y que puso su celo en apartarnos de los libros y prohibirnos el pensamiento, no hizo en cambio esfuerzos profundos por sembrar en la sociedad una ética del respeto a la propiedad ajena ni a la vida ajena. Con la misma irresponsabilidad con que condenaba el amor y satanizaba a los hijos de las uniones libres, callaba ante los robos de tierras y permitió o toleró que muchos de sus prelados predicaran abiertamente el exterminio en los tiempos negros de la violencia.
La costumbre de condenar con severidad ciertos crímenes, acompañada por la costumbre de absolver con facilidad ciertos otros, creó un relativismo moral que fue fatal en el proceso de formación de nuestra ética pública. Aquí muchas gentes a la hora de reaccionar ante el crimen se permiten siempre preguntarse quién lo comete y con qué propósito: porque si el propósito los beneficia, el crimen les resulta tolerable. Por momentos para defender a la democracia se pensó que se podía negar la democracia, e incluso para atacar el crimen se pensó que se podía recurrir al crimen.
Más que un problema legal hay allí un problema moral, y por ello son tan dudosas las cruzadas contra el mal en una sociedad que niega las causas de los males, que se obstina en no ver la explicación de los crímenes ajenos pero que está siempre lista a ignorar o disimular los crímenes si se comenten en nombre de las más altas causas.
Sin dejar de castigar a los delincuentes, es deber de las sociedades civilizadas encontrar las causas de las conductas criminales, y corregirlas si son causas sociales. Porque si no, correremos el riesgo de asumir para siempre que la única solución a los males de la sociedad es la guerra, y nos eternizaremos en ella, y nunca encontraremos el camino de una verdadera reconciliación.
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William Ospina
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